Prosa

Hojas de Diario (18)

Suena una alarma. Por encima de mis manos en el teclado, alcanzo a leer las cuatros letras que se dibujan en mi celular y me siento aterrada: CITA. Me veo a mi misma marcando en el calendario esta misma fecha un par de semanas atrás; recuerdo con cuánto detenimiento imaginé este momento. A partir de ahora mi mente comienza a girar a su máxima velocidad; envío correos, hago un par de llamadas, me olvido de comer con mis compañeras y hasta de tomar agua. En tan solo un par de horas estaré sentada en un restaurante de la ciudad, cara a cara con mi cita y recorro uno a uno los puntos que no debo perder de vista al llegar a casa.

Son las seis cincuenta y nueve, estoy parada junto al checador de la oficina y en el momento en que aparece el siete y los dos ceros, coloco mi dedo y salgo corriendo para tomar el taxi que me llevará a mi departamento. Miro a través del cristal del automóvil el cielo nublado y pido con fuerza que no llueva hasta llegar a casa; últimamente el estado del tiempo ha sido difícil de predecir, las lluvias, las tardes soleadas, las mañanas frías… Llegamos y subo corriendo las escaleras, no tengo tiempo ni cabeza para esperar el ascensor. Dejo mi bolso en la entrada y me entrego a la ardua tarea de descubrir si en mi armario hay algo digno de una noche como esta; me sorprende no hallar ni vestido ni zapatillas dignas de esta velada. Me meto a la regadera y me doy un baño con agua extra caliente, siento cómo mis mejillas se enrojecen y dejo que casi por accidente mis manos toquen mi piel acalorada. Vuelvo a mi habitación y continúo la faena de arreglarme: froto entre mis manos la crema que humecta de mis pies hasta mi cara, me seco el cabello, me pongo un vestido negro, zapatillas, maquillaje, perfume, peino mi cabello de forma desarreglada y dejo que un pequeño mechón cuelgue sobre mi rostro.

No tengo tiempo de mirarme al espejo, bajo de nuevo las escaleras y tomo un taxi que me lleva al restaurante; no he visto la hora, pero tengo esta maldita costumbre de llegar puntual a donde quiera que vaya. Camino convencida hacia la mesa y de reojo siento un par de miradas que caen sobre mí; me siento sexy, empoderada (aunque odie esta palabra) y qué diablos, me siento realizada. Tomo mi asiento y desde este momento y hasta que me vaya, mi copa no vuelve a estar vacía, los tragos fluyen uno tras otro y encienden el primitivo impulso de mi cuerpo de sentir compañía y de sentirme amada. La velada resulta maravillosa, veo sus ojos brillantes, escucho cada palabra que tiene para decirme, me río un poco a carcajadas; veo en el reflejo de los espejos que alguna mirada curiosa sigue viéndome y mi ego se eleva y vuela por alturas inimaginadas.

Nos quedamos hasta el final cuando ya están cerrando el lugar; una mirada basta para saber qué es lo que sigue en el itinerario de esta cita. Otro taxi. Otra vez las escaleras. Mi departamento. Camino de forma ondulada, un poco mecida por el alcohol y me aviento sobre la cama; no puedo parar de reír en lo que considero un ataque de nerviosismo, ¿cuánto tiempo hace que nadie se aproxima a este cuerpo? Y son dos manos las que me quitan el vestido y todos los adornos que llevo puestos. Hay un gran espejo frente a la cama y desde ahí puedo mirar todos los movimientos del segundo acto de esta cita. Miro mi cuerpo desnudo y lo veo erótico, manos que recorren mi piel de punta a punta sin olvidar nada, siento cómo cada parte de mí se va encendiendo y siento la elasticidad del cuerpo llegar al cien por ciento. Juguetean conmigo, adoro el momento preliminar del sexo, donde me recuerdo a mí misma la existencia de esas partes que olvido a veces; estoy ardiendo y dirijo toda la atención a mi parte baja donde las fricciones hacen lo suyo. No sé si ha sido el alcohol o el deseo reprimido de tantos años de soledades innecesarias, pero en este momento grito en mi mente que estoy viva, que estoy siendo tocada y llevo imaginariamente toda mi excitación a los lugares más solitarios del vecindario; señoras y señores, reciban este fuego que en mí ha despertado.

Y me vengo. Me vengo a chorros, por mis entrepiernas salen las tristezas y las lágrimas que mi corazón ha guardado todos estos años; dejo que el agua me abandone y se lleve todo el puto relajo de mi mente. Levanto el rostro y me veo fijamente al espejo. Estoy viendo mi cuerpo abierto de piernas, mi piel brilla a causa del sudor y las luces que se cuelan por las cortinas; me veo radiante, el cabello enmarañado, los ojos un poco perdidos, me veo excitante. Lo último que el espejo me devuelve es una sonrisa en mi rostro que se duerme.

. .. .

Desperté esta mañana y recordé inmediatamente lo sucedido el día de ayer; paso a paso fui recorriendo cada parte de mi cita. Me alegra encontrarme en casa. No me importa ya pensar que me inventé una cita a ciegas conmigo misma, no me importa pensar que estar sola me haya afectado tanto tiempo, me doy cuenta que sólo tenía que enfrentar mi propio miedo, mis propias barreras. Digo no me importa, pero después de bañar mi cuerpo con agua helada, miro en mi reflejo la mirada perdida y cansada de la mujer que soy realmente, ya no está frente a mí aquella cita poderosa que me hizo reír a carcajadas y que arqueó mi cuerpo indefenso entre el blanco de las sábanas. Miro en el espejo el miedo que tendré que vencer cada mañana y me repito a mi misma que ya pasará, que nos volveremos a ver en un par de semanas.

Deja un comentario